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 Sara abrazaba a su muñeca, fingiendo que la arrullaba, para que durmiera   durante el viaje. Su madre rió en el asiento delantero, mientras su padre tarareaba retazos de una vieja canción que pasaban por la radio. Iban a visitar a sus abuelos. Sería la primera vez, desde hace cuatro años. La última había sido luego del nacimiento de Sara, cuando sus padres pasaron las vacaciones de verano en la vieja casona de sus abuelos. Ellos no eran como una pareja clásica de ancianos: su abuela no cocinaba galletitas caseras y su abuelo no leía el diario sentado en un viejo sofá mientras fumaba una pipa. Tampoco eran de aquellos abuelos modernos que habían llegado a aprender a usar la computadora, ni ningún objeto electrónico demasiado avanzado.

 Vivían alejados de la ciudad, e incluso lejos del pueblo. Poseían muchas parcelas de tierra, pero no habían hecho nada particular en ellas, eran kilómetros y kilómetros de tierra salvaje. No salvaje porque en ella habitaran animales peligrosos, si no porque nadie había puesto un pie allí en décadas.

 Únicamente estaba su vieja casa (algo parecida a una mansión, pero no llegaba a serlo), la ruta de entrada, el jardín de la casona donde su abuela cuidaba unas cuantas plantas exóticas y el resto era un bosque. El bosque era oscuro, y en aquella época los árboles con las hojas rojizas y amarillas  comenzaban a quedarse desnudos, tan solo con sus ramas secas, y casi sin vida. Por lo menos así era la parte del bosque visible, pues nadie se había internado más allá. No es que sus abuelos tuvieran miedo de internarse en él, si no que estaban demasiado viejos y cansados. Aunque ni Sara ni sus padres estaban seguros de que nunca se ubieran adentrado en la arboleda, por lo que eran simples suposiciones.

  La pequeña conocería realmente a sus abuelos al caer la tarde, ya que la última y primera vez que los había visto era apenas una bebé de unos meses. Obviamente, también conocería su casa y sus tierras.

 

-¿Tienes hambre Sarita? - preguntó su madre.

 

-No, pero Eleonor sí- contestó Sara, y al ver que su madre se reía frunció su diminuto ceño.

 

-Ten, son galletitas.

 

 Su madre le alcanzó un tapper, y al abrirlo descubrió que, efectivamente, estaba lleno de galletitas surtidas. No caseras, Sara nunca había probado ningún postre hecho por su madre, ya que ésta odiaba cocinar, pero no hacía ascos, pues las galletas eran sus dulces favoritos. Esperaba que su abuela sí le cocinara algo, o la dejara cocinar a ella. Había probado dulces y exquisiteses caseras en restaurantes, pero ningún postre de restaurante se comparaba con el sabor de algo hecho con el amor de una madre, opinaba Sara. Si bien no había probado algo de su madre, sí  había probado de la madre de otras niñas, que le compartían lo que llevaban en la escuela.  La niña opinaba, que, a pesar de que el hecho de que los dulces que le compartían a menudo estaban sin forma, quemados, o por el contrario, con falta de cocción, eran más divertidos que los dulces perfectos que te daban en los restaurantes. Ningún postre de restaurante se comparaba con reírse de la galleta sin forma cuando debía tener una, de hacer una inspección para sacar los pedazos quemados, o de engañar a tus amigas para quedarte la mejor. 

 Miró la ruta a través de la ventana, los pastos secos de kilómetros atrás habían sido reemplazados por amplias parcelas verdes, no cultivadas, si no naturales. Algunos abedules y robles se intercalaban algo separados entre sí, y desparramados por todo el lugar. Estaban cerca, la pequeña Sara lo sabía, lo intuía por el cambio del paisaje, que paulatinamente iba volviendose más y más verde. Observó a las golondrinas y petirrojos volar tan cercanos a las nubes y a la vez en la tierra. No separaba sus ojos de aquella danza en la que se movían, la tenían cautivada. Secretamente (sin que sus padres se percataran) estiró los brazos y cerró los ojos pensando que podía imitarlas. En su mente planeó que en cuanto llegara iría a investigar las aves al bosque. Quizá encontraba algún animal como ardillas, y podría tener un golpe de suerte si llegaba a ver a un zorro.

 Bajó los brazos y sentó a Eleonor en su falda. La informó de sus planes, ella la acompañaría, como lo hacía siempre. Ambas recorrerían el bosque juntas, en busca de alguna que otra aventura. Comenzaba a estar ansiosa por llegar, dejar sus cosas y salir a explorar. Su corazón latió rapidamente ante la expectativa de nuevas experiencias. Disfrutaría aquel verano al máximo, para después llegar y relatar a sus compañeras  con pelos y señales todo lo que vería, olería y tocaría allí. 

 Su otro plan era recorrer el jardín de su abuela. Tenía la leve esperanza de que entre aquellas exóticas flores tuviera otras plantas con frutos, de esta forma podría saborearlos, aunque tuviera que robarlos en secreto. Se le hacía agua la boca al pensar en unas enormes y jugosas frutillas, o en redondos y morados arándanos. 

 Se durmió pensando en las aventuras que la esperaban, deseosa de conocer algo nuevo.

 Cuando su madre la llamó para despertarla, pudo ver a través de la ventana que ya era tarde. Los rayos alegres y amarillos del sol de mediodía se habían tornado en tonos anaranjados y rosados, que daban un hermoso contraste con las montañas lejanas digno de ver. El hecho de que estas se vieran como siluetas recortadas de una cartulina negra acentuaba el efecto. Sara pensó que sería maravilloso si tuviera la habilidad de trazar aquella belleza con sus lápices de colores, pero sabía que nunca podría lograr una copia digna de ser admirada como ver el paisaje auténtico. 

 Desvió su vista del paisaje que dejaban atrás para centrarla en la casa perfilada contra el horizonte. La vista que se formaba con el bosque detrás hacía que pareciera un lugar un tanto tenebroso, pero se convenció de que sólo se veía así debido a que era tarde, y que de mañana sería un tanto más amable. Ella no le tendría miedo a unos cuantos árboles... se recordó que si luego iba a contarle sus aventuras a sus compañeros del colegio no podrían llamarla gallina ni nada parecido, ya que ella encontraría los ánimos suficientes para atravezarlo. Sería una aventura que sobrepasaría a su miedo, no podía hechar por tierra su oportunidad. Después de todo, quién sabe cuando volvería a visitar a sus abuelos, y, dado el tiempo que había llevado la visita actual no podría dudar en hacerlo.

 Su padre estacionó el coche en el cuadrado de tierra seca que había junto a la casona, cercano a una camioneta que desentonaba completamente con la casa antigua y cuidada, ya que se notaba venida a menos y parecía que gritaba por unas cuantas capas nuevas de pintura. Se quedó muy quieta observando el ambiente que la rodeaba mientras sus padres bajaban las valijas del baúl y las arrastraban hasta la entrada de la casa. 

 El sentir el tacto de algo húmedo contra su mano hizo que bajara la vista: una vieja border collie lamía su mano al tiempo que movía su cola. Como le encantaban los animales no hizo ascos y acarició a la perra sin pensarlo, con lo cual se ganó un reto por parte de su madre, bastante enojada porque la perra cubierta de barro estaba ensuciando su vestido blanco. Le dijo que la dejara argumentando que luego sería difícil de lavar. 

 Se apresuró a no quedarse atrás cuando sus padres terminaron de bajar las cosas del coche, saludándo a la collie antes de irse. Aferrada a Eleanor, cruzó el umbral de la puerta. El recibidor tenía una pequeña alfombra raída manchada de barro, con zapatos desparramados sobre él, un pequeño armario daba apoyo a un jarrón antiguo con flores marchitas y las llaves de la casa junto con la de la camioneta. Su padre dejó las llaves del auto allí y se limpió sus zapatillas antes de entrar, aunque no sin antes dejar su abrigo en el colgador, que sostenía otros abrigos que apestaban a humedad, e incluso algunos estaban apolillados. 

 Una vez que pasabas el recibidor te topabas con la escalera de madera oscura, que a pesar de que también había una alfombra sobre ella, rechinaba cada dos escalones, como pudo comprobar cuando sus abuelos bajaron a recibirlos. Ambos estaban algo redondos, y con rostros cubiertos de arrugas. Los dos tenían el pelo completamente blanco, pero mientras que su abuela tenía unos cortos rizos canosos, a su abuelo apenas le quedaban unos cuantos mechones en ambos lados de su cabeza. La mujer tenía un rostro amable forjado con facciones duras, y él tenía una expresión seria en su rostro, que hacía que su sonrisa pareciera algo grotesca. Saludaron a sus padres con besos en la mejilla, y abrazaron a Sara, aunque ella deseó que no lo ubieran hecho porque irritaron su nariz al punto de que sus ojos quedaron llorosos. Su abuela desprendía una mezcla de flores con incienso, y en cuanto su abuelo abrió su boca pudo apreciar que había estado bebiendo vino y fumando cigarrillos. 

 Mientras sus padres hablaban con sus abuelos acerca de cómo había estado el viaje y subían las valijas al piso de arriba, Sara aprovechó la ocasión para explorar el resto de la casa. Nadie se fijó en ella, lo que hizo que se adentrara sin temor. Del lado derecho del recibidor y el izquierdo de la escalera, se encontraba el salón. En él se encontraban dos pequeños sillones y uno doble, todos enfocados hacia un pequeño televisor con antenas. Toda la pared del otro lado estaba cubierta por libros, cuyas tapas eran tan viejas que apenas eran legibles, algunas estaban incluso ajadas y todos tenían sus paginas amarillas. El costado que compartía pared con el recibidor tenía un armario con ventanas, a traves de las que se veían copas y botellas de distintos licores. Sin contener su curiosidad, abrió todos los cajones. Los primeros estaban llenos de manteles y mantas de punto, un tercero estaba lleno de agujas de tejer y lana, otro contenía una petaca, dados y fichas del poker, todas mezcladas con cartas de la baraja francesa, el anteúltimo estaba lleno de pilas y una radio rota, en el útlimo encontró un viejo tablero de backgamon al que le faltaban todas las piezas. No se atrevió a acercarse a los sillones porque temía que se encontraran en el mismo estado que los abrigos del colgador. Al lado del televisor había una maceta con un rododendro repleto de flores blancas, Sara arrancó una y la colgó en su oreja mientras se dirigía a la siguiente habitación.

  La cocina comunicaba con el salón a través de un arco; se pregunto si la falta de puertas no llenaría de olor la casa, y luego se respondió a sí misma que ya lo descubriría más tarde. Rodeó la pequeña mesa que se encontraba en el centro y se dirigió directo hacia la enorme heladera. La abrió en busca de algo dulce para picar, y se regocijó de emoción al encontrar mermelada casera. Hundió los dedos en ella y comió un poco con cuidado de que nada cayera en su vestido, de manera que se cuidaba de dejar evidencias. Cuando cerró la heladera rebuscó en las alacenas rastreando galletas, pero desmontó la redada en cuanto descubrió que las únicas que habían se trataban de galletas saladas repletas de semillas y un puñado de galletas de arroz. 

 Abandonó la cocina consolándose que al día siguiente podría comer los maravillosos frutos de donde había salido la mermelada. El pasillo entre la cocina y el ala izquierda de la casa era algo estrecho debido al baño que se había instalado en el costado, una buena manera de aprovechar el hueco de la escalera. Igualmente lo que llamó su atención en el pasillo no fue el buen sentido ahorrativo de sus abuelos, si no la puerta que se enfrentaba a la del baño. Una puerta algo pequeña, con un intrincado ojo de buey, de una madera oscura y lustrosa, satinada, muy diferente a su amiga de color blanco, de madera más liviana y diseño simple. El pestillo y la manija estaban algo oxidados, por lo que la pequeña pudo deducir facilmente que no se trataba de una habitación que utilizaran a menudo, o lo que fuera que hubiera del otro lado.

   Lo primero que intentó fue girar  el mango, sin éxito. Lo siguiente fue apoyar su oreja, atenta a cualquier sonido. Le pareció sonar un leve murmullo, que provocó que los vellos de sus brazos se erizaran y unos pequeños ecalosfríos al reconocer su nombre en aquél susurro.Espió por la cerradura, pero lo único que atizbó fue la oscuridad más absoluta, y se alejó con rapidez por miedo a que algo se deslizara hacia ella, atemorizada ante la posibilidad de que algún insecto (real o imaginario) la atacara. Sin embargo la curiosidad pudo con ella y decidió que estaría atenta ante la vista de llaves. Susurró al oído de Eleonor su recién trazado plan para aserce con la misteriosa llave, porque la aventura que prometía entrar a un cuarto prohibido era aún mejor que internarse en el bosque.

  Volvió a revisar de arriba a abajo el armario del salón y todas las alacenas de la cocina. Incluso se planteó mirar entre los libros, pero desechó la idea rápidamente por improbable (aunque en su interior fuera solo por perezosa) y pasó a investigar el ala oeste.

  La habitación más cercana a la puerta del recibidor era el comedor. Se encontraba con las pesadas cortinas de las ventanas corridas, y la luz anaranjada del atardecer se filtraba por ellas. Lo que daba una sensación de estar en otra casa completamente distinta. El aire de allí se encontraba más fresco en comparación con el resto de la casa, que cargaba una pesada mezcla de olores; ya fuera lavandina (en el baño) húmedad y tabaco (en el salón) o a lo que fuera que ubieran comido al mediodía (en la cocina). En una esquina se alzaba un imponente piano de cola, de un negro brillante e impecable en el que Sara vió su reflejo algo deformado. Pasó sus dedos suavemente por las teclas, recordando una melodía mientras deseaba ser capaz de tocarla.

  A su nariz llegó el aroma de unos lirios blancos que reposaban sobre un jarrón alzado en la otra esquina. Revisó rápidamente la mesada donde se apoyaba pero tampoco halló la llave. Miró debajo de los bordes de la alfombra que se encontraba debajo de una gran mesa de madera. Nada. Pasó a la última habitación de la planta baja que quedaba sin registrar, y al encontrarse con otra puerta sin abrir temió que también estuviera cerrada, pero pudo acceder sin problemas. 

 Era un despacho, el centro estaba coronado por un escritorio de ébano al estilo antiguo, abarrotado con lápices, bolígrafos, plumas y hojas. Una lámpara de mesa daba una débil luz sobre estas. Entre las ventanas las paredes estaban tapadas con más libros, como si se tratase de un papel tapiz algo peculiar. Ni si quiera se podía atisbar bien de qué color estaba o había estado pintada alguna vez. Del lado derecho había otra puerta que supuso era la tercera que comunicaba con el estecho pasillo, y en la esquina que compartían el busto de algún personaje histórico hacía de guardia. Pero ése detalle no amedentró a Sara, que lo primero que pensó luego de darle un primer vistazo a la sala fue en registar los cajones del escritorio.

 La decepción que se llevó al no encontrar nada más que artículos de papelería, casi hizo que perdiera el interés en encontrar la maldita llave. Casi. Pero en su cabeza sonó el recuerdo de su nombre al ser susurrado através de la puerta. Sin embargo, el sonido de sus padres y abuelos bajando por la escalera sí hizo que tuviera que abandonar la búsqueda por el momento.

 En cuanto ellos bajaran, nada impediría que Sara requisara la segunda planta.

El Ser Mágico - Tylwyth Teg

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